En Tonalá, terminal por tradición, los ferrocarrileros contribuyeron en gran medida a consolidar el bien ganado prestigio de ser un pueblo donde nadie (ni nada) escapa a los apodos.
Tonalá mismo es Turulandia o Turulópolis, y los oriundos del lugar somos “turulos”, pero, en el colmo de la característica rebautizante, incluso el apodo del gentilicio cuenta con su respectivo apodo: “comepanela”. Somos, pues, turulos comepanela.
De ahí que, desde el antiguo auge ferroviario, nada extraño resulte el uso de apelativos para los trenes: mientras el 101 y 102 (de los NdeM) fueron el “centro”, como apócope de centroamericano (también considerado panamericano), al 169 y 170 se les llamaría, indistintamente, “chumulero” o “pollero”.
Aunque cada vez menos, todas aquellas antiguas formas de nombrar a los trenes permanecen en la memoria colectiva. (A decir verdad, el de “pollero” ha sido proscrito por su carga peyorativa y por ligarse ahora al tráfico ilegal de personas). Chumulero y centro se han sobrepuesto al infame “bestia”, que los migrantes y los medios de comunicación pretendieron imponer.
Ahora, ante la presencia de los nuevos ferrocarriles y sus modernas nomenclaturas, y para que no desaparezca del todo e incluso alcance alguna estatura global, recuperamos el término “chumulero” -derivado del regionalismo “chumul”, equivalente a bulto o equipaje- para designar un tren virtual.
Chumulero, el colectivo que nombra al conjunto o vehículo de chumules, pretende honrar -de entrada- el antiguo intercambio comercial (y cultural) que se dio entre Chiapas, Oaxaca y Veracruz, en la República Mexicana, y cuyas protagonistas centrales fueron las legendarias bayunqueras y, desde luego, los rieleros.
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